IKEBANA
El Ikebana
Ikebana es la palabra que define los arreglos florales en Japón. La palabra surge de ikeru (dar vida o colocar) y bana (flor). Sin embargo, es mucho más, es un arte.
Como otras expresiones artísticas a lo largo de la historia, germinó bajo el ala de la religión. En el siglo VI llega el budismo a la isla y con él se implanta la entrega de ofrendas florales a los difuntos y al templo, los kuge. Los monjes, llamados ikenobos, comienzan a colocarlos delante de los budas y poco a poco esas entregas de fe van adquiriendo formas armoniosas.
En este punto hay que señalar que pese a la implantación de la nueva religión, los japoneses continuaron siendo sintoístas y manteniendo las raíces de estas creencias fundamentadas en un estado de armonía con la naturaleza. De alguna manera, ambas religiones convergieron no solo en la vida de los habitantes del país -de hecho, en la actualidad, continúan profesando con gran naturalidad ambas religiones-, sino también en las ofrendas.
A lo largo del tiempo, estas entregas florales van adquiriendo formas más armoniosas y estéticas. Así, en 1462 se realiza el primer registro escrito conocido de un maestro en el arreglo floral, Senkei Ikenobo; no mucho después llegaría el primer libro en el que salían ilustraciones donde se puede ver cómo se estaba definiendo, el Kaoirai no Kadensho (1486) y unos años más tarde vería la luz el Senno Kuden (1542) de la mano de Senno Ikenobo, un manuscrito en el que se ponía en negro sobre blanco la filosofía del Ikebana. Él diría cosas como: “Con un ramo de flores y un poco de agua, uno evoca la inmensidad de los ríos y las montañas” o “Haciendo arreglos florales con reverencia, uno se redefine a sí mismo”.

Habían tardado nueve siglos en definir este arte, con Senno Ikenobo se fundaría la primera escuela de Ikebana, la más famosa y que aún está abierta. Y, aunque pueda parecer que había quedado definido por su religiosidad, hacía tiempo que había traspasado los muros de los templos para entrar en las vidas de los nobles y samuráis dándole un aire secular a estos trabajos, de hecho, cuando se alcanzó el siglo XVIII era un arte más noble que sacro. Las mujeres tardarían en llegar más tiempo a él, en la época Meiji (1868-1912).
En los arreglos de Ikebana encontramos una composición formada con flores -abiertas o en capullos-, ramas -limpias o con yemas-, hojas -secas o frescas-, frutos y semillas, no extraño ver bambú, iris, crisantemos, camelias, peonías o narcisos como elementos tradicionales en un soporte que ayuda a expresar esa esencia natural. Y a la parte material hay que añadirle características estéticas como su minimalismo, el movimiento de las líneas o la forma -ausencia de rigidez-, la estructura de triángulo escaleno -muy frecuente-, la asimetría y la imperfección como muestra de belleza, el iki que es la singularidad estética refinada y que refleja la relación del creador del centro con la naturaleza. No es fácil definir el Ikebana con unas reglas estrictas ya que existen diversos estilos más tradicionales o más modernos como la rikka, chabana, enshu, shoka, zen’eibana, moribana y nageire, entre otros, siendo los dos últimos mencionados los más practicados por los japoneses. Actualmente, en Japón, las escuelas más reconocidas son las de Ikenobo, Ohara y Sogetsu.

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